Bajo el manto gris de una madrugada decembrina, cuando el pueblo de Capurganá, en la costa caribeña de Colombia, aún descansa en la penumbra, un alma errante se despierta en el frío corazón de la calle. Sus pesados párpados se alzan lentamente, revelando unos ojos cansados que han visto más de lo que deberían. El eco apagado de la noche persiste en las esquinas, mientras el primer resplandor del amanecer rompe su abrazo.
Con la dignidad de quienes han enfrentado la adversidad, un hombre sin hogar se pone en pie, dejando atrás su incómoda posición en el suelo. Miguel encuentra fuerza en los brazos de su mujer, quien abraza a su hija Valeria, una luciérnaga de cinco años que ilumina sus vidas como un faro de esperanza. Acurrucadas en mantas raídas, se aferran a la promesa del hombre de alcanzar el sueño americano.
Aunque Miguel fija la vista en el horizonte apenas iluminado, su mente viaja por otro camino, envuelto en el recuerdo del día en que recibió la carta de despido de Agroisleña tras ser expropiada por el Gobierno venezolano. En aquella empresa encontraba parte de sí mismo, pues con ella sostenía un hogar cálido que nunca podría levantar del pavimento. Sus pensamientos se interrumpen al notar una mano extendida, una invitación.
Un grupo con rumbo a la selva del Darién lo espera. Su mirada se cruza con la de un hombre de porte caribeño, y ambos intercambian una mirada que solo quienes comparten un destino similar pueden entender. Sus ojos reflejan pasos por tierras lejanas y lágrimas derramadas en la búsqueda de seguridad. Aquellas personas se convertirían en sus compañeros de viaje durante largas y agotadoras semanas.
Juntos emprenden el éxodo hacia la selva. Con ellos viajan familias de Colombia, Ecuador y Venezuela, unidas por el deseo de encontrar nuevas oportunidades. La naturaleza despiadada ofrece innumerables retos, y el mayor de todos surge al caer la noche: encontrar un refugio seguro para descansar. Las hábiles manos de Miguel le permiten construir un refugio en la orilla del río, donde los árboles cubren las sencillas estructuras hechas con ramas para protegerse. Cuando las estrellas empiezan a asomarse, el calor de la fogata envuelve a todos en un alivio temporal.
Sentado a la entrada de su carpa, sin poder conciliar el sueño, Miguel extrae de su bolsillo el mapa arrugado que siempre lleva consigo, un compás que guía sus pensamientos hacia la siguiente ruta. El destino los llevaría al poblado de Yaviza, en la provincia de Darién, Panamá, y de allí buscarían transporte hacia Gualaca, en Chiriquí, al otro lado del istmo. Un suspiro escapa de él, consciente de que el viaje del día siguiente no sería fácil. Abatido, guarda el mapa y se sienta junto a Valeria para observar juntos las corrientes del río. En ese momento, sintió que, como las aguas, debía fluir para encontrar su cauce en tierras inexploradas.
Al amanecer, el venezolano e Ismael, un joven ecuatoriano, salen a cazar en busca de alimento. De regreso, encuentran el campamento sumido en un silencio lleno de presagios. Avanzan cautelosos, sus pasos apenas audibles sobre la tierra húmeda. Una escena macabra se revela tras el humo de la fogata: las carpas, una vez hogares, yacen destrozadas, mudos testigos de una tragedia.
Ambos se detienen, intercambian miradas sombrías. Con el corazón en un puño, se apresuran hacia el centro del campamento, donde encuentran los cuerpos sin vida. Los ojos de Miguel se detienen en su esposa, recostada sobre su hija, como en su último abrazo. La penumbra dibuja sus contornos, creando una imagen que quedaría grabada en sus mentes para siempre.
Esa memoria permanece, borrando taciturnamente la esperanza de Miguel. Sin embargo, con el tiempo encuentra consuelo en Ismael, quien también fue testigo de la misma desgracia. Cada amanecer, la compañía de su amigo es un faro de esperanza. Con los años, la promesa de un nuevo comienzo atenúa su dolor. Día a día, ambos encuentran resiliencia en su mutua compañía, un vínculo fraternal que los une.
Miguel e Ismael consiguieron trabajo como albañiles en la ciudad de Panamá. La vida continúa, y aunque el dolor nunca desaparece por completo, Miguel encuentra consuelo en saber que su familia sigue viva en su recuerdo, y que parte de ellos se manifiesta en el alma de aquel joven ecuatoriano.
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