Memorias en pétalos

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Wilber Ramirez

El día de Eleucadio Rodríguez comienza temprano, a las cinco de la mañana, cuando la primera luz del día asoma. Mientras prepara su café, se sumerge en las noticias para estar al tanto de lo que sucede en el mundo y mentalizarse para las labores que lo esperan. Al llegar a la finca, coordina las tareas y prepara meticulosamente las mezclas químicas necesarias para la fumigación.

Luego se dirige a “las madres”, su principal responsabilidad. "Así llamamos a las plantas de las que tomamos los esquejes, que pasan por procesos rigurosos hasta llegar al producto final: crisantemos altos, fuertes y llenos de flores que más tarde serán empaquetados y enviados a Panamá", explica con detalle sobre su labor.

Eleucadio se desenvuelve con destreza, consciente de que esta es una etapa crucial y de que un error podría significar la pérdida de meses de trabajo. "Aprender los horarios y el manejo no fue fácil, pero en tan solo un año, nadie me contaba historias", comenta con orgullo.

Leo, como lo llaman sus seres queridos, tomó una decisión clave a los dieciocho años: dejar los potreros y planicies de su Comarca Ngäbe-Buglé, despedirse de sus cuatro hermanos, salir del abrigo de sus padres y abandonar su hogar humilde, pero lleno de felicidad. Debido a las dificultades para transportarse, solo pudo cursar hasta cuarto grado, pero su limitado acceso a la educación no le impidió aspirar a llegar lejos. Así, se aventuró hacia un rincón inhóspito de la provincia de Chiriquí, en Panamá, un lugar frío y lluvioso rodeado de montañas. "El trabajo es más sencillo", fueron las palabras de su hermano, que lo guiaron hasta Cerro Punta.

Eleucadio, un joven indígena de cabello y ojos oscuros y piel trigueña, es conocido por su semblante serio y su inquebrantable determinación. Fue el 24 de septiembre de 1987 cuando comenzó a trabajar en Panaflores, nunca imaginando que se adentraría en una rama de producción tan diferente e inusual como la floricultura. Cultivar flores resultó ser mucho más complejo y fascinante que sembrar repollo o pimentón, como hacía en su tierra natal. Al principio, su trabajo consistía en cortar, empacar y engorrar las flores, pero su dedicación y esfuerzo pronto le ganaron el respeto de su jefe, quien tenía un plan distinto para él.

Poco a poco, Leo comenzó a especializarse. Algunos dicen que su habilidad proviene del amor y respeto por la tierra que le inculcaron sus ancestros; otros, que fue simplemente cuestión de suerte. Tal vez fue el destino, pero lo cierto es que, a los diecinueve años, Eleucadio ya estaba a cargo de “las madres”. Fue el primer indígena en alcanzar una responsabilidad tan grande en la empresa.

Orgulloso de sus raíces, Eleucadio continuó con su vida. Pasaron seis años, y cuando no estaba en la finca, disfrutaba de la pesca, de las danzas tradicionales y de tocar su ocarina. Un día conoció a María, una joven de piel morena como él, con una sonrisa que iluminaba los días más oscuros y ojos marrones como la canela. Aunque su belleza era innegable, fue su personalidad soñadora lo que conquistó el corazón de Leo. Con el tiempo, el amor entre ellos creció, y decidieron casarse.

Hasta este punto, podría parecer que la vida de Eleucadio transcurría sin grandes sobresaltos, pero el destino siempre tiene sorpresas. El 18 de octubre de 1996 nació Angy, la hija que revolucionaría su mundo. Los años pasaron rápidamente, y en lo que pareció un suspiro, su pequeña estaba en primer grado un día, y al siguiente, llevaba birrete y diploma en mano. Sin que él lo supiera, la mayor alegría aún estaba por llegar: no solo su hija se convirtió en una profesional, sino que encontró su vocación como maestra, especialmente apasionada por los idiomas. Pronto, Angy se convirtió en madre, y Eleucadio comenzó a disfrutar de su nueva faceta como abuelo.

Hoy, Eleucadio tiene todo lo que siempre soñó: un buen trabajo, una familia amorosa, una vida tranquila y un legado para sus hijos. Sin embargo, su mayor deseo es retirarse y regresar a las calurosas planicies de su juventud, a los potreros y cultivos de su comarca, para vivir el ocaso de su vida como lo hicieron sus antepasados: en armonía con la tierra.

Eleucadio se siente satisfecho de amar a su pueblo y agradecido por los consejos de su padre, quien solía decirle en su lengua natal: "Sé respetuoso y sencillo, hijo... Y lo demás, déjaselo a la vida, ella se encargará".

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