Las primeras flores de Panamá

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Anna Ramirez

Una mañana de 1947, Jorge despertó a su hijo Wilber para llevarlo en uno de sus muchos viajes como representante de ventas al por mayor. Esta es una de las memorias más claras que formaron un vínculo indeleble entre padre e hijo, una relación que sentaría las bases para que Wilber se convirtiera en un incansable y exitoso empresario.

Viajaban en trenes enormes o, a veces, en autobuses por Costa Rica, pero siempre el pequeño, de cinco años, iba en el regazo de su padre, normalmente para ahorrarse un boleto. Sin embargo, esto no disminuía el entusiasmo de subirse a uno de esos grandes vagones. En varias ocasiones se pasaban la parada del pueblo al que se dirigían porque ambos se quedaban dormidos. Nunca faltaba la misma valija, testigo silencioso de los esfuerzos de Jorge.

Ambos compartían la pasión por el fútbol; muchas veces iban juntos a la cancha del hospital Chapuí, cerca de su casa, para participar en los partidos del Campeonato de Barrios y liberar las preocupaciones del día a día. Jorge se destacaba, pese a que no jugaba en serio. Wilber siguió sus pasos, y su propio padre fue su entrenador. Los colores del Deportivo Saprissa resonaban en su espíritu y le dieron la oportunidad de competir profesionalmente en el club; sin embargo, tuvo que tomar una decisión crucial que definiría su identidad: la fe o el deporte. Sus prácticas de fútbol coincidían con su labor en la iglesia, por lo que eligió sus valores, creencias e ideales sobre el deporte.

La vida le otorgó uno de los mejores regalos: la educación. Florida State University le abrió las puertas con una beca, y allí encontró su vocación: la agricultura, su camino hacia el futuro. Al regresar a su natal Costa Rica, después de cuatro años de formación, llevaba consigo ideas innovadoras, aunque su país se volvió pequeño para todo lo que deseaba lograr. Tuvo momentos de prueba y error.

Viajó a Guatemala, donde pasó un año, suficiente para darse cuenta de que no era el lugar adecuado para él. Luego, otro país captó su atención, para muchos solo conocido por su canal, pero para él, una oportunidad: Panamá. Eligió como destino un pequeño pueblo en la provincia de Chiriquí. Escondido entre las montañas, encontró un tesoro oculto: Cerro Punta. Las temperaturas eran óptimas, el lugar perfecto para cultivar crisantemos.

Comenzó apenas consiguió una parcela de tierra en Entre Ríos, una de las pocas fincas de flores de corte en la región. Sin embargo, antes de que todo empezara a funcionar, Wilber tuvo que hacer grandes sacrificios: dejar a su familia en otro país, limitándose a verla solo una vez a la semana. Durante mucho tiempo, su casa fue una camioneta modificada con una cama y una pequeña estufa. Las duchas eran frías, con agua que descendía de las montañas, y el río le servía como lavandería.

Con los años, el esfuerzo dio frutos. Panaflores, el nombre resonante de su empresa, trajo alegría con cada envío de crisantemos, claveles y rosas. Sus flores trascendieron el significado de simples plantas para convertirse en símbolos de afecto para quienes las recibían.

Wilber, guiado por la pasión de su padre y los ideales forjados en su juventud, siguió llenando de color a Panamá durante más de cuarenta años. Así, Panaflores no es solo un negocio, sino un legado que combina la nobleza de un migrante emprendedor con la generosidad de esas mágicas tierras.

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