Nuevas rutas

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Analia Phillipps

Habían pasado dos meses. Jean realmente no lo sabía, había dejado de contarlos. Estaba adolorida, cansada, harta, triste y desesperada. La habían sacado de su hogar sin derecho a objetar ni opinar sobre su destino forzado. Solo podía experimentar rabia e impotencia ante su situación, con su marido como autor de la tragedia en la que se había convertido su vida. Él la arrastró con la vaga excusa de: “Eres mi esposa, tienes que apoyarme. Esto será bueno para nosotros”.

Un día de 1948, se embarcaron en una camioneta rumbo a su nueva vida, a más de cinco mil kilómetros de distancia, un trayecto que tomaría más de sesenta días.

Jean sentía que sus oídos sangrarían por los gritos y llantos de sus dos hijos, agotados y confundidos. Ni siquiera tenía la certeza de que tendrían un techo sobre sus cabezas. Lo único seguro era que su marido contaba con la promesa de un trabajo. Ella solo debía empacar la vida de todos en una pequeña maleta de cuero, como si desarraigar una flor de su jardín fuera algo sencillo.

No soportaba el calor; la humedad era aún peor. El sudor le recorría todo el cuerpo, y su camisa empapada se ceñía a su abdomen y espalda. Con la sensación de estar sucia y pegajosa, ansiaba un baño y una cama cómoda. Pasó las manos por su delicada cabellera rubia, mientras sus ojos verdes recorrían el paisaje frente a ella. Estaba asqueada. Quería arrancarse los ojos; había empezado a odiar el color verde. Las condiciones en las que se encontraban eran deplorables: el auto se había convertido en una casa rodante, sucio e incómodo, donde la noche anterior tuvieron que dormir ante la falta de un lugar adecuado en el camino.

Con la insistencia de los berrinches de sus hijos, estuvo tentada a unirse al coro de llantos, pero no podía hacerlo al ver a su marido igual de agotado que ella. Aunque, a diferencia de ella, él no parecía querer sollozar. No sabía cuánto faltaba ni dónde estaban.

Melancólica, Jean miró por la ventana, añorando la ciudad y su hogar. Pero lo que más le dolía era haber dejado su trabajo en California. Era una enfermera reconocida que había servido durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Había abandonado todo para seguir a un hombre que, en ese momento, le parecía irracional. Establecerse en Estados Unidos era el sueño de muchos, pero irónicamente, ellos lo habían dejado todo para mudarse a lo que se consideraba el tercer mundo.

Después de tres días de viaje, el auto se detuvo.

—John, ¿por qué paramos? —preguntó Jean a su esposo.

—Estamos en la frontera —respondió él, con simplicidad.

Un oficial tocó la ventana. John bajó el vidrio y le hizo un gesto a su esposa para que le pasara los papeles guardados en la guantera. Tras entregarlos al oficial, este, con una amable sonrisa, les dio paso sin inconvenientes. Jean miró por el cristal y vio un gran cartel que decía: "Bienvenidos a Costa Rica". Sintió curiosidad y rápidamente buscó un mapa. “Costa Rica, Costa Rica...”, repetía mientras recorría con su dedo la región de Centroamérica.

Se quedó anonadada cuando encontró el país de volcanes, playas impresionantes, exuberantes selvas y rica biodiversidad. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Levantó la mirada y, por primera vez en mucho tiempo, mi bisabuela supo que esas lágrimas no eran de tristeza.

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